Estudios sobre la psicosis
José María Álvarez
Nueva edición reescrita y ampliada
Entrevista a José María Álvarez, autor de
Estudios sobre la psicosis
Por Kepa Matilla
(Fuente: Análisis, Revista de Psicoanálisis de Castilla y León)
K. M. ¿Qué interés tiene, en la práctica clínica actual, conocer en
profundidad la psicosis, así como saber diferenciarla de la neurosis?
J. M.ª A. La oposición neurosis versus
psicosis es la versión moderna de la oposición tradicional razón versus locura. De sobra sabemos que
Freud tomó la neurosis como referencia esencial para elaborar la psicopatología
y la clínica psicoanalítica. Esta referencia cambia con Lacan, para quien el
punto de mira es, desde el inicio de su obra, la psicosis; de ahí que sus
contribuciones tengan la impronta de la locura. A diferencia de otras
corrientes u orientaciones, los lacanianos hemos hecho de la psicosis una
materia fundamental en nuestra formación, lo mismo que, en el ámbito clínico,
es práctica habitual el tratamiento de este tipo de sujetos. Aunque todas
nuestras clasificaciones son arbitrarias y artificiales, desde el punto de
vista clínico y doctrinal sigue y seguirá siendo esencial distinguir neurosis y
psicosis, es decir, cordura y locura.
K. M. ¿Cuál es la importancia de los clásicos de la psicopatología en
este cometido?
J. M.ª A. Los clásicos de la psicopatología
nos ayudan a apuntalar las construcciones teóricas que hacemos; ellos contribuyen
a dar solidez y consistencia a nuestras interpretaciones, a limitar también
ciertas tendencias erráticas y extravíos. Ellos aportan una clínica en estado
puro, aunque a veces demasiado tosca. Como escribiera Foucault en su Historia de la locura, la clínica
clásica converge en Freud. Sin Freud, es decir, sin el psicoanálisis, la
clínica clásica sería hoy día una antigualla. Al inventar el psicoanálisis,
Freud la revitaliza. Porque el suelo del psicoanálisis es el mismo que el de la
clínica y la psicopatología clásica. Así entiendo la observación de Lacan
cuando dice, en la “Introducción alemana de un primer volumen de Escritos”, que “hay una clínica. Sólo
que ella es anterior al discurso analítico”. La clínica clásica aporta
descripciones de fenómenos, nombra signos morbosos, construye clasificaciones,
perfila los retratos de los tipos clínicos. Ahora bien, a la hora de explicar todos
los datos y matices que entresaca de la observación, sus aportaciones son muy
pobres. Y muy escasas de valor son también las contribuciones sobre la
condición humana, es decir, sobre la esencia misma del hombre. De no haber
surgido Freud, hoy día nuestras referencias primeras seguirían siendo los
filósofos morales, con Cicerón a la cabeza.
Lo que hoy llamamos “clásicos de la
psicopatología” es lo que Lacan estudió en su formación psiquiátrica. En
aquellos años, cuando la clínica era lo que la palabra indica, los médicos
estaban junto a los enfermos, los observaban, hablan con ellos y los trataban.
Comoquiera que todo eso se ha perdido en gran medida, necesitamos recuperar a
esos clásicos para recuperar con ello la clínica en estado puro. Por esa razón,
durante un tiempo importante de nuestra formación, cogemos la mano de Séglas,
Clérambault, Kraepelin y otros muchos. La psicopatología bien fundamentada no
pasa de moda y es una materia central en la formación del psicólogo clínico, el
psiquiatra y el psicoanalista. Tan descabalado me parece empeñarse en hacer
integrales sin saber multiplicar, como hacer clínica sin saber
psicopatología.
K. M. Aparte de los que acabas de mencionar, ¿quiénes son los autores
más destacados e importantes que nos han ofrecido un mejor acercamiento de la
locura?
J. M.ª A. Improviso una respuesta que habría que matizar con más detalles
para hacer justicia a la historia de la clínica. Citaré en primer lugar a
Pinel. Y no por sus contribuciones psicopatológicas, semiológicas o nosográficas,
sino por cómo logró integrar el ethos
y el pathos, es decir, la
responsabilidad subjetiva y la patología, un asunto al que doy muchas vueltas
en el libro del que hablamos. En eso Pinel es admirable. También es admirable
Baillarger cuando estudia las alucinaciones. Griesinger resulta muy
esclarecedor al explicar el proceso de transformación o metamorfosis del yo en
la locura, y es muy brillante la descripción de la melancolía y el dolor del
alma, aunque en esto le supera con creces Schüle. Kahlbaum destacó por su
visión de la nosología y la construcción de los tipos clínicos, cosa que
interesó mucho a Freud, como sabemos por el célebre artículo de Ernest Harms, y
marcó por completo a Kraepelin. A este lado del Rin, hace más de siglo y medio,
cuando Lasègue describió el delirio de persecución sentó las bases de una
concepción de la locura que aún damos por buena: al delirio y a los grandes
síntomas de la locura les precede un momento de perplejidad o enigma, un tiempo
de angustia en el que el enfermo trata de agarrarse a “una idea” con la que
delirar, como muchos años después apostillaría Jaspers. Un psiquiatra que se
formó en Leubus y ejerció en Breslau, Clemens Neisser, aportó cosas similares
cuando estudió el fenómeno elemental genuino de la paranoia. Séglas,
continuador de Baillarger en el estudio de las alucinaciones, sigue siendo
imprescindible para entender de qué forma el lenguaje no es un instrumento a
disposición del sujeto, sino que el enfermo es un títere en manos del lenguaje.
La gran semiología de Séglas se completa con las aportaciones de Chaslin y
sobre todo de Clérambault, cuya descripción del síndrome de pasividad es de por
sí un tesoro. Las contribuciones de clínica francesa comienzan a oscurecerse
tras la monografía de Sérieux y Capgras sobre las locuras razonantes y se hacen
borrosas después de la tesis de Lacan sobre la paranoia. Al margen de esa
decadencia sobreviven, no obstante, las obras de Henri Ey y Paul Guiraud. No es
fácil estar de acuerdo con sus propuestas, desde luego, pero sus escritos
atesoran la gran cultura psicopatológica continental y sólo por eso merecen ser
leídos. En tierra de nadie, el italiano Eugenio Tanzi no tiene parangón cuando
queremos saber algo de los neologismos; lo mismo que tenemos que echar mano del
controvertido Morselli cuando nos interesamos por la semiología clínica. De los
alemanes, mejor dicho de los que escriben en alemán, hay pocas descripciones
tan didácticas de los tipos clínicos como las que realizara Kraepelin, un autor
al que hoy día seguimos recomendando a los residentes que se inician en este
ámbito del saber. Eugen Bleuler y su alumno Carl G. Jung superaron al anterior
cuando elaboraron una teoría sobre las esquizofrenias, una teoría hecha con
materiales heterogéneos, cierto, pero ingeniosa. La psicopatología alemana
aumentó su merecido prestigio con Kurt Schneider, aunque sus aportaciones no
están a la altura de la fama alcanzada. El último nombre que daré está más
cerca de nosotros en el tiempo y en el espacio. Es Fernando Colina. Lo pongo
sin ningún rubor en la lista de los importantes porque es uno de los grandes
pensadores de la psicopatología, quizás el último.
Contesto de forma apresurada, como
decía, a una pregunta que tiene más enjundia de la que contiene la respuesta.
K. M. Podrías enumerar, de manera breve, algunas cuestiones
esenciales sobre la locura.
J. M.ª A. Como advierto en el
estudio “La locura para principiantes”, no es fácil hablar de la locura y menos
aún si se pretende hacer de forma breve y sencilla. Allí escribí, a modo de
introducción, que la locura es un drama intenso y solitario. Si hubiéramos de
perfilar un denominador común de lo que nos refieren nuestros locos,
seguramente todos destacaríamos que la experiencia de la locura guarda una
estrecha relación con la certeza, la posesión de la verdad y el saber
irrebatible, con la revelación, la autorreferencia, el perjuicio, la plenitud,
la intensidad y la soledad, todo en grado extremo. De todas estas experiencias
genuinas, la más rotundamente psicótica es, por supuesto, la certeza. La
certeza nos muestra con claridad de qué forma se relaciona el loco con el saber
y la verdad. En la certeza busca su salvación pero encuentra su veneno, un
veneno que causa una adicción potentísima. En esto un loco es todo lo contrario
del pasota, del descreído y del escéptico, al menos en lo tocante a su certeza.
El loco se agarra a la certeza como el náufrago al pecio, incluso a sabiendas
de que lo aleja de la orilla. Pero la necesita, porque sabe que hay algo peor
aún, algo que él conoce porque lo vivió antes de dar con el eureka de su
certeza y la fórmula de su delirio. De ahí que, si la comparamos con las
creencias o las opiniones, la densidad de la certeza es máxima y su
concentración es tan intensa que no se disuelve con buenos razonamientos ni
desmentidos de la realidad común. Lo mismo sucede con su poderío, tan vigoroso
que resulta determinante para el devenir a corto y largo plazo. A consecuencia
de su intensidad y poderío, la certeza estrecha tanto el contorno de las
relaciones que condena al loco a vivir en completa soledad.
K. M. En tu opinión, ¿consideras que fue un forzamiento, en el
surgimiento de la psiquiatría, el pasaje de la locura clásica a la alienación
mental, lo que se conoce como “medicalización de la locura”? De ser así, ¿en
qué lugar quedan hoy las posturas más biologicistas a la hora de entender al
loco?
J. M.ª A. Es un forzamiento en toda regla. Un forzamiento que se lleva a
cabo mediante la invención de las enfermedades mentales, cosa que podría
considerarse un delirio si no fuera por el amplio lazo social que ha generado.
Su punto de partida, no obstante, es tan delirante como cualquier idea loca. Lo
mismo que hay delirios que contribuyen al saber y a la concordia, también los
hay que siembran discordia y oscurecen nuestras miras. El delirio de las
enfermedades mentales ha determinado nuestras prácticas actuales, las cuales se
caracterizan por acallar al loco y justificar ese silencio con argumentos
inspirados en las neurociencias, argumentos, por lo demás, más cercanos a la
ciencia ficción que al conocimiento riguroso y útil. Desde este punto de vista,
el loco no existe. Es un enfermo al que hay que cuidar, medicar, controlar,
reeducar y consolar. El loco es una figura de la época precientífica, de cuando
ingenuamente se pensaba que la razón y la locura iban, a veces, de la
mano.
K. M. Cuál es tu punto de vista sobre el psicoanálisis, no sólo para
el conocimiento de la psicosis, sino también para el tratamiento de la
psicosis.
J. M.ª A. El psicoanálisis se inventó para esclarecer y tratar las
neurosis. Esa era la idea de Freud. Pero su potencial interpretativo y
heurístico era tal, que rápidamente se extendió a la locura, como no podía ser
de otro modo si se tiene en cuenta que hasta Freud las explicaciones de los
fenómenos de la locura eran para echarse a llorar. El interés que despertó
Freud entre algunos psiquiatras del prestigio de Bleuler o Jung contribuyó a la
extensión del psicoanálisis. Pero lo más importante fue que el psicoanálisis se
convirtió en una potente lámpara con la que iluminar la oscuridad esencial de
la locura. El concepto bleuleriano de esquizofrenia se debe, en gran parte, a
la influencia freudiana. Ahora bien, pese a que algunos analistas, como
Abraham, Tausk, Federn, Klein, Fairbairn, Rosen o Sechehaye, realizaron
importantes contribuciones al conocimiento y tratamiento de la psicosis, lo
cierto es que la locura entró de lleno en el psicoanálisis con Lacan. Con Lacan
psicoanálisis y psicosis se convirtieron en términos inseparables, tanto es así
que se iluminan uno al otro. Se sea psicoanalista o no, es necesario reconocer
que nuestro conocimiento actual de la psicosis es esencialmente lacaniano.
Tanto en materia nosológica y nosográfica como terapéutica. Sus aportaciones de
los años cincuenta, en especial el Seminario
3 y “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”,
sentaron las bases para conocer con detalle la estructura psicótica, la
jerarquía de sus fenómenos esenciales, la dinámica, el desencadenamiento, la
transferencia y algunas formas de reequilibrio. Con esas herramientas, durante
años los analistas hemos atendido a muchos sujetos psicóticos, cosa que jamás
había sucedido en la historia del psicoanálisis ni menos aún de la psiquiatría.
Sabíamos muy bien lo que no se debía hacer, y poco a poco fuimos aprendiendo lo
que conviene hacer en el tratamiento del alienado. Con el Seminario 23 Lacan aporta, en mi opinión, un optimismo terapéutico
importante, puesto que muestra las múltiples formas potenciales de reequilibrio,
muchísimas más de las que conocíamos a partir de la perspectiva estructural
(delirio, paso al acto, identificaciones, etc.). Como se ve, de nuevo la
psicosis o la locura –pues Lacan, cuando habla de Joyce, usa ese término
tradicional– reaparece en su reflexión y le sirve para apuntar sus últimas
contribuciones acerca del sinthome.
Por tanto, me resulta inimaginable
que alguien se dedique al estudio de la locura y su tratamiento y no sea
lacaniano.
K. M. Uno de los capítulos que añades en esta nueva edición,
reescrita y ampliada, es un texto sobre Joyce con el que continúas la
investigación sobre las formas normalizadas de la psicosis, ¿cuál es tu opinión
sobre los tipos clínicos y los límites de la locura?
J. M.ª. A. Cierto. En esta edición, los estudios XI, XII y XIII se agrupan
bajo la rúbrica “La psicosis de hoy y de siempre”. Y es en estos textos donde
indago con más detalle en la cuestión de la psicosis
normalizada. Le di este nombre hace años porque se trata de ciertas
presentaciones clínicas de la locura o psicosis en las que, aparte de su
sintomatología atenuada o discreta y de sus crisis muy puntuales y reducidas,
es frecuente observar que muchos de estos sujetos se muestran llamativamente
hipernormales, con lo que, afortunadamente para ellos, pasan desapercibidos, la
familia les deja en paz y nosotros, los sanitarios, también. Estas formas
discretas o normalizadas comparten con las psicosis
enloquecidas –así las llamo en el libro– la misma esencia, es decir,
comparten las experiencias psicóticas genuinas. La cuestión que se plantea
ahora es acotar el territorio nosográfico en el que se sitúan sujetos
psicóticos de perfil tan distinto como los normalizados y los enloquecidos,
esto es, los locos de atar y los locos discretos. Se trata, por tanto, del
eterno problema de los límites de la locura y de los tipos clínicos.
Soy partidario de los tipos
clínicos. Lo soy porque observo que muchos sujetos obsesivos o histéricos
siguen siendo, treinta años más tarde, obsesivos o histéricos después de haber
afrontado muchas vicisitudes. Quiero decir que jamás han enloquecido. Con lo
cual deduzco que están apuntalados defensivamente en una estructura o tipo
clínico de cuyo perímetro jamás se moverán. Por eso creo en los tipos clínicos.
Pero también creo que los límites entre locura y cordura son borrosos y
artificiales. Todos tenemos algo de locos y los locos algo de cuerdos. Sí, es
cierto. Pero como necesitamos las clasificaciones, al menos inicialmente,
enseguida trazamos una raya y separamos un grupo del otro y los enfrentamos
conceptualmente.
Sólo hay dos formas de pensar el pathos. Lo pensamos como una
discontinuidad o como una continuidad, es decir, como estructuras, categorías,
entidades o tipos, o lo pensamos de forma elástica, como si fueran espectros,
donde las transiciones se borran. Somos nosotros, los clínicos, quienes
decidimos sobre el modelo que seguimos, si es continuo o discontinuo, si es
borromeo o estructural. Por eso la psicopatología no es una ciencia (ni falta
que le hace), porque nosotros decidimos acerca del modelo que adoptamos. Sin
embargo, la opción buena consiste en elegir a la vez las dos perspectivas, la
continua y la discontinua, lo uno y lo múltiple, la estructura y el nudo.
Parece complicado pero no lo es. Ayuda mucho asumir que trabajamos con modelos
y construcciones, y no con leyes naturales.
Todas estas consideraciones están
en la base de mi interés por Joyce y su hija Lucia. El último de los estudios
está dedicado a ellos. Me llevó mucho tiempo leer todo lo que se ha publicado
últimamente, en especial las biografías de Carol Shloss y Brenda Maddox. Y le
dediqué muchos meses a darle forma escrita, porque la locura de Joyce es tan
sutil y delicada que invita a hacer literatura. Con ese estudio he pretendido
llamar la atención sobre dos formas de locura o psicosis muy distintas, la
psicosis normalizada de Joyce y la esquizofrenia de Lucia, dos formas de locura
que comparten el denominador común de las experiencias genuinas de la locura.
K. M. Me gustaría que nos pudieras aclarar tu postura sobre el estado
actual de una entidad tan controvertida como es la psicosis ordinaria. ¿Crees
que es un asunto que está yendo demasiado lejos? ¿Crees que se está
diagnosticando desde la teoría, dejando de lado el saber de la psicopatología
clásica? ¿Opinas, como muchos lo hacen en la actualidad, que Lacan despreciaba
la psicopatología clásica? ¿Qué opinión te merecen aquellos que desdeñan a los
clásicos al plantear que Lacan va más allá? ¿Crees que esta nueva moda derivará
en que todo sea diagnosticado de psicosis? ¿Consideras que hay un peligro a la
hora de tratar una neurosis como si fuera una psicosis ordinaria?
J. M.ª A. Son muchas preguntas. Tantas que, por lo que veo, ya contienen
una respuesta. Te daré también la mía. Estoy de acuerdo en que hoy día estamos
en condiciones de diagnosticar con más precisión algunas formas discretas de
locura. Basta leer lo que se escribía sobre el particular hace ciento cincuenta
años, por ejemplo el libro de Trélat sobre la locura lúcida, para comprobar el
progreso. También estoy de acuerdo en que el pathos adopta nuevas formas de presentación, dependiendo de las
épocas y discursos imperantes. Incluso doy por cierto que, como sucede con la
esquizofrenia, en determinado momento histórico se genere un nuevo tipo de
patología. Dicho todo esto, para enmarcar el problema al que aludes con tus
preguntas, es necesario echar la vista atrás para saber cuándo se ha planteado
este problema y qué soluciones se le han acordado. Eso nos ayudará mucho para
elaborar una reflexión cabal.
El problema de la psicosis
ordinaria se enmarca en una amplia tradición. No es nuevo, sino tan antiguo
como la psicopatología misma. De hecho ha sido el problema por excelencia de la
clínica clásica. Como decía antes, si optamos por un modelo del pathos de tipo discontinuo, es decir,
estructuras clínicas, entidades nosológicas, o como se quieran llamar, siempre,
tarde o temprano, al acercarnos a las fronteras nos introduciremos en una zona
sombría. Quiero decir que la separación entre neurosis y psicosis obliga a
ciertos forzamientos, puesto que hay un espacio entre una y otra, un territorio
en el que algunos han introducido los trastornos límite, los narcisistas, los
como si, los trastornos de personalidad, etc. No es fácil establecer ahí un límite.
No lo es para nosotros (al menos para mí), ni lo era para Kraepelin, por citar
a un gran nosógrafo. Hay que tener presente que las categorías o tipos clínicos
se construyeron con casos extremos, con sujetos muy alejados del común de los
mortales. Hay que tener en cuenta también que los psicopatólogos clásicos
fueron grandes caricaturistas y extremaron los rasgos morbosos. De ahí que
reconozcamos con tanta facilidad, cuando leemos a Krafft-Ebing, por ejemplo, a
un melancólico delirante o a un paranoico. Ahora bien, a medida que descendemos
peldaños desde la gran patología hacia la normalidad, las descripciones se
desdibujan y la caricatura pierde efectividad. De manera que la psicopatología
discontinua, sea psicoanalítica o psiquiátrica, se encuentra indefectiblemente
con el problema de los semi-alienados y de los medio-locos. Mejor dicho, más
que encontrarse con este problema, es más preciso decir que el método mismo
aboca a este problema. Por tanto, si somos estructurales nos veremos obligados
a especificar qué hay ahí en esa zona de transición entre una estructura y
otra. Surgen al respecto diversas opciones: inventar estructuras intermedias o
correr alguna de las fronteras para incluir a los inclasificables en ese
territorio. La psicosis ordinaria ha surgido de esta segunda opción, es decir,
como consecuencia de extender el perímetro de la locura, tradicionalmente más
circunscrito.
En este marco es donde hay que
situar el problema de la psicosis ordinaria. Al menos así lo reflejo en uno de
los estudios titulado “Psicosis actuales”. Lo más importante es entender que
estas formas discretas, ordinarias o normalizadas de la locura son el resultado
de aplicar una plantilla categorial o estructural al pathos. Si aplicamos, por el contrario, una plantilla continuista,
al estilo kleiniano o conforme al modelo kretschmeriano del delirio de relación
sensitivo, el problema desaparece. La locura y la cordura, la psicosis y la
neurosis se dan la mano y se interpenetran, con lo cual ya no hay casos raros
ni ordinarios, sino continuum. Algo
similar observamos en la clínica borromea del último Lacan. Pero aquí el método
arrastra consigo un problema: si todos estamos locos o todos deliramos, tarde o
temprano nos veremos obligados a separar a los auténticos delirantes del resto,
a edificar una frontera entre el neurótico y el psicótico, puesto que es así
como se genera el conocimiento psicopatológico. Como se ve, se trata de dos
polos, continuo y discontinuo, uno y múltiple, hacia los que se desplaza el
péndulo del saber sobre el pathos.
Cuando se agota uno, movemos el péndulo hacia el otro. Y así inexorablemente.
De este modo podemos leer la historia de la clínica y las contribuciones de sus
grandes pensadores, pues en la mayoría se advierten, en momentos distintos, las
dos posiciones, como en el caso de Lacan, de Kraepelin o de Freud. Esas
posiciones se observan asimismo en las clasificaciones internacionales, cosa
evidente si se compara el DSM-III y el DSM-V, radicalmente categorial el
primero, más espectral o continuista el segundo. Los autores que acabo de
mencionar, al igual que la taxonomía de la APA, comienzan por la categoría o la
estructura y se mueven hacia visones más continuistas. De la estructura al
nudo, de la entidad nosológica al síndrome, del trastorno al espectro, ese el
primer movimiento. Después, cuando el continuum
nos parezca inespecífico y excesivamente borroso, desplazaremos paulatinamente
nuestro interés hacia el otro polo. También creo que eso sucede en la mayoría
de nosotros. Cuanto mayor es nuestra experiencia clínica, menos necesitamos las
categorías y más nos acercamos a posiciones continuistas. En mi opinión, las
dos opciones son necesarias y las dos opciones deben aplicarse a la vez.
La psicosis ordinaria se sitúa, por
tanto, en la problemática tradicional de lo que antaño fue la locura parcial y
más adelante se denominó locura lúcida, monomanías, seudomanomanías, locura
moral, paranoia rudimentaria, esquizofrenia latente, locura razonante, etc.
Pero la psicosis ordinaria no indica sólo un problema irresoluble que concierne
a la esencia de la psicopatología. Ella puede convertirse también en un
problema más que aportar una solución. Puede convertirse en un problema siempre
que se anteponga el carro a los bueyes, esto es, siempre que se diagnostique
mediante la teoría y no mediante la clínica. Y aquí comienzan las dificultades.
A mi manera de ver, el diagnóstico debe basarse en fenómenos positivos, no en
deducciones o abstracciones teóricas. Llamo fenómenos positivos a esas
experiencias genuinas de locura de las que hablaba y a las que dedico
prácticamente todo el libro. Como explicito en algún momento, el psicoanalista
debe guiarse por tres lámparas para iluminar el diagnóstico: la semiología
clínica, es decir, el saber objetivo de la clínica que nos ofrece los matices y
las texturas; la reacción o el impacto específico de cada sujeto ante lo que le
sobreviene, cosa que se adensa en determinado tipo de experiencias y de
síntomas; por último, la función que cada uno damos a nuestras creaciones sintomáticas.
Mientras las texturas se sitúan en el ámbito objetivo, las experiencias, los
síntomas y su función se ubican de lleno en el plano subjetivo. Con respecto a
las formas normalizadas, discretas u ordinarias, me parece fundamental, a la
hora del diagnóstico, tener en cuenta las experiencias genuinas, la
transferencia, la neurosis infantil y el tipo de estabilizador que está
funcionando o ha funcionado en ese sujeto. Todo eso a la vez. Y muchas veces es
insuficiente. Por lo que a mí respecta, a veces no consigo aclararme con el
diagnóstico de las formas normalizadas. Es una limitación propia pero también
lo es del método empleado, como sucede con el ángulo muerto cuando miramos los
retrovisores del coche y vemos cómo acerca un turismo y de pronto desaparece.
Como expongo en el estudio de Joyce y Lucia, considero que con la clínica
clásica se puede diagnosticar todo tipo de locuras, sea enloquecidas o
normalizadas. En materia de diagnóstico, la clínica clásica, esto es, la
estructural, atesora nuestro valor más cotizado.
También la psicosis ordinaria se
puede convertir en un problema si optamos por generalizar ese diagnóstico. A
este respecto añadiré las dos últimas consideraciones. En primer lugar, soy
partidario de acotar el perímetro de la locura o psicosis para evitar ese mal
endémico que conocemos tan bien los que trabajamos en servicios públicos, el
mal del estigma que acarrean los diagnósticos psiquiátricos. En segundo lugar,
al ampliar el diagnóstico de psicosis ordinaria y generalizar su uso nos daremos
de bruces con el hecho de que algunos pacientes que vienen a visitarnos para
tener una experiencia analítica se irán tiempo después como vinieron, es decir,
sin analizar.
La perspectiva que aporta el
trabajo en manicomios, unidades de hospitalización o centros de salud invita a
restringir el territorio de la locura, porque allí los locos auténticos son
asunto de todos los días y uno acaba por observar algunas diferencias entre
ellos y el común de los mortales.
Respecto a si Lacan, y con esto
concluyo, despreciaba la psicopatología clásica, no tengo nada que decir. No sé
a quién puede ocurrírsele una cosa así. Lacan es un clásico de la
psicopatología y un moderno del psicoanálisis.